De fracasar
Lo que más tememos, lo que más cuesta soltar, dejar atrás, pero, sobre todo, lo que más nos cuesta reconocer. Porque en este mundo de metas, éxitos y aceptar el fracaso es casi un acto de rebeldía.
Y, sin embargo, el fracaso es tan antiguo como la humanidad. El escritor y filósofo chino Lao Tzu, fue uno de los primeros en escribir sobre el fracaso. En su Tao Te Ching, clásico de la literatura filosófica china, menciona el fracaso en múltiples ocasiones. Primero, advierte sobre los peligros del éxito. El éxito, dice, es tan peligroso como el fracaso:
“Tanto si subes como si bajas la escalera, tu posición es inestable. Pero cuando tienes los pies en la tierra, siempre mantendrás el equilibrio”.
Para él, el fracaso no era el enemigo, sino una oportunidad. Una grieta en la estructura de la existencia que nos permite ver con más claridad.
Los griegos lo entendían bien. En la tragedia clásica, se tenían argumentos complejos a favor de los perdedores. Todos coincidían que se podía ser bueno, y, sin embargo, fracasar. El fracaso no era sinónimo de mediocridad, sino parte del destino. Aristóteles definió el concepto de hamartia, ese pequeño error fatal que llevaba al héroe a la catástrofe. Este héroe tiene rasgos muy específicos: es digno, quizás superior a la media y siempre propenso a cometer pequeños errores. Si bien sus defectos pueden ser inofensivos al principio, más adelante en la historia, se hará evidente que conducirán a una gran catástrofe. Serán fatales porque el destino estaba gobernado por los dioses, quienes deciden el destino de las personas. Así que, en resumen, las tragedias en relatos empáticos y moralmente complejos de cómo las personas buenas pueden acabar en situaciones desastrosas. Al inspirar compasión por los perdedores y temor por uno mismo, las tragedias enseñaron a la gente a no admirar sólo a los exitosos y a no ver a los desafortunados como perdedores.
Pero algo cambió con el auge de Roma. El éxito comenzó a medirse en oro, gloria y victorias militares. Julio César llevó esta obsesión al extremo, hasta el punto de hacer del suicidio una salida “digna” para quien fracasaba. Años después, Napoleón impuso la meritocracia: si te esfuerzas, tendrás éxito; si fracasas, es porque no hiciste lo suficiente. El éxito se volvió más justo y merecido. El fracaso no era entonces, accidental o determinado por los dioses, el éxito estaba al alcance de todos y dependía de cada uno. Y así el fracaso dejó de ser visto como parte de la vida y se convirtió en un estigma, un principio que se transformó en las bases de lo que se considera el sistema de valor del capitalismo.
Hoy, la estadística está en contra nuestra: hay más posibilidades de fracasar que de triunfar. Relacionarse, intentarlo, amar, perder, renunciar. Caer y volver a levantarse. O, simplemente, quedarse ahí un rato, lamiendo heridas. Para algunos, todos estos fracasos serían anticipos del mayor de todos los fracasos: morir. Pero si somos un ser en camino hacia la muerte, podemos decir entonces que lo somos hacia el fracaso.
El filósofo Costica Bradatan, en su Elogio del fracaso, lo explica con crudeza:
“El fracaso es la irrupción repentina de la nada en medio la existencia. Experimentar el fracaso es empezar a ver las grietas en la estructura del ser, y ese es precisamente el momento en que, bien digerido, el fracaso resulta ser una bendición disfrazada.”
El fracaso para Bradatan es la cura, que viene del desapego propio del fracaso, nos desenreda y nos distancia de la febrilidad de la vida, de la negación de nuestro sentido de supervivencia. Entonces, para esto, el fracaso ayuda, porque altera el buen y correcto funcionamiento del mundo.
Porque fracasar nos ralentiza y, al hacerlo, socava nuestro propio enredo. Nos obliga a soltar el control, a mirar la vida desde otro ángulo, a aprender a vivir con lo que duele. Y eso puede darnos un acceso a una perspectiva diferente del mundo y de nuestro lugar en él. Y una nueva perspectiva conlleva una nueva actitud.
Pero nos preparan para el éxito, no para el fracaso. Nos enseñan a trabajar duro, a ser disciplinados, a tener objetivos claros. Y cuando todo eso no basta, nos quedamos con la sensación de que algo en nosotros no está bien o no está armónico.
El ser excelentes, disciplinados, metódicos, nos permiten lograr grandes cosas, aprender en el camino, entender el valor de las cosas y del trabajo. Pero a veces, aparenta ser un camino de una única dirección totalmente pavimentado si hacemos lo que debemos hacer. Pero la verdad, es que muchas veces dista de eso. Nos encontramos en caminos con bifurcaciones, irregulares y difíciles de recorrer, lo que nos obliga detenernos e incluso volver pasos atrás.
Hace un año, mi vida comenzó a tambalearse. Hasta entonces, me consideraba una mujer exitosa: proyectos bien encaminados, logros personales y profesionales validaban mi camino. Me consideraba, hasta entonces, una persona muy autocrítica, autoexigente, -y hermana en concepto-, autosuficiente. Pragmática, resolutiva y ágil en hacer que las cosas pasen. Pero esta gran habilidad es también mi talón de Aquiles.
Y con estos ingredientes encima, el camino de la vida a ponerse cada vez más complicado. Anteriormente en mi vida sucedieron cosas difíciles, pero en su mayoría externalidades que me eran muy ajenas como para poder sentir el peso y la carga de responsabilidad en ellas. Por lo que tuve que intentar surfearlas como podía y con lo que tenía.
De pronto, me sentí vulnerable. Herida. Perdida. Me di cuenta de que llevaba años corriendo sin parar, sin medir el costo, sin detenerme a disfrutar de lo logrado. Y cuando los objetivos desaparecieron, el vacío fue brutal.

Mi psicóloga me habló del yo compasivo. Aprender a tratarnos con amabilidad, a ser nuestro propio aliado. Suena simple, pero en una mente que siempre busca superare, ser autoamable es un aprendizaje. El yo compasivo es una herramienta de meditación que ha ido cambiando de a poquito la forma de relacionarme conmigo misma y el mundo. El yo compasivo es la expresión de la sabiduría, al fortaleza y la amabilidad. Ofrece compromiso para poder volver a él cada vez que lo necesitemos, sobre todo cuando estemos siendo demasiado críticos con nosotros mismos, o experimentemos vergüenza.
Hoy camino más lento. Todavía me cuesta comunicar y compartir ciertas caídas, todavía me duele mirar algunas cicatrices. Pero también, y de alguna extraña nueva forma, me siento mucho más plena, soy más consciente de mi finitud.
Y en esta nueva forma de habitarme, me encuentro entendiendo el fracaso desde una vereda mucho más compasiva, mucho menos severa y recogiendo lo errado, lo perdido, lo no nacido, como parte de lo que florece y florecerá en mi vida y de quiénes me acompañan:
“Si para recobrar lo recobrado
debí perder primero lo perdido,
si para conseguir lo conseguido
tuve que soportar lo soportado,
Si para estar ahora enamorado
fue menester haber estado herido,
tengo por bien sufrido lo sufrido,
tengo por bien llorado lo llorado.
Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.
Porque después de todo he comprendido
por lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.”
Soneto, Francisco Luis Bernárdez.
Anteriormente creía que por el hecho de haberme esforzado mucho y por llevar más de 6 años intentando alcanzar el éxito, de alguna forma me lo merecía. Aunque he progresado mucho, no ha sido tan rápido como pensé años atrás, y claro que eso afectaba mi valía como persona, porque he fracasado varias veces. Pero lo que realmente vale es cuántas volvemos a intentarlo. También me quedo con la reflexión final, porque justo haber fracasado es lo que nos hará valorar mucho más el éxito cuando llegue, y el camino mientras lo vamos recorriendo. Gracias por esta maravillosa reflexión. ✨