De gatos
Soy gatólica. De pequeña les temía, al crecer me gustaron y hoy los amo. No sé si estoy intoxicada con toxoplasmosis en cada célula de mi cuerpo, pero no me resisto a ningún ronroneo.
Se cree que los gatos han sido nuestros compañeros desde más de 10.000 años. Diversos estudios han sugerido que esta amistad comenzó con el inicio de la agricultura, y con ello, la generación de plagas de roedores lo que terminó atrayendo a los felinos y permitió el desarrollo de una relación de beneficio mutuo.
En la Antigüedad fueron venerados como encarnaciones divinas, mientras que en la Edad Meda sufrieron persecuciones masivas al ser asociados a la práctica de brujería. Muchos años debieron pasar para que volvieran a ser adoptados como animales de compañía. Aun así, hay prejuicios respecto a su personalidad; que son independientes y que básicamente no nos necesitan.
En su época de buena reputación, se dice que los egipcios tenían un fuerte vínculo con ellos, y era tan intenso que los persas utilizaron esta relación como una “debilidad” para conquistar la región de Pelusio. Según la leyenda, el rey persa Cambises II ordenó atar a los gatos a los escudos de sus soldados y los egipcios, no se sabe si por miedo, respeto o ambas, decidieron no contraatacar, dejando el camino libre a los persas en el Bajo Egipto.
Otra leyenda cuenta que los griegos robaron algunas parejas de gatos para introducirlos en su país, ya que los egipcios se negaban a comercializarlos por el valor cultural y la simbología que representaban para ellos. Y de esta manera, los gatos habrían alcanzado el continente europeo y fueron así utilizados como moneda de trueque con romanos, franceses y celtas, y así los mininos conquistaron el Mediterráneo.
Hoy los gatos han dominado el mundo y seguimos descubriendo más y más cosas de ellos. Recientes estudios en Japón han comprobado que los gatos tienen integración modal cruzada, lo que quiere decir que logran reconocer que cara corresponde a cada voz, ahora que no respondan es simplemente porque no quieren.
El gato no obedece siempre, es libre en su actuar. Aun amando la película Desayuno en Tiffany’s, la relación de Holly con “gato”, su gato sin nombre ejemplifica esta relación profunda, pero al mismo tiempo desarraigada, sin sentido de pertenencia y que finalmente se ve derribada hacia el final de la película (ups, spoilers), sin antes de que Holly exprese esta relación:
“Somos un par de seres que no se pertenecen, un par de infelices sin nombre, porque soy como este gato, no pertenecemos a nadie.” Holly, en Desayuno en Tiffany’s, de Truman Capote (1961)
Creo que podría contar la historia de mi vida a través de los gatos que la han tocado. El primer gato presente fue Lala, la mítica gata de la casa de mis nonnos, que una vez fallecidos quedó un tanto sola en la antigua casa familiar y una tía intentó llevársela a su casa, pero ella insistió en volver, y literalmente, volvió. Recorrió un trayecto de más de 15 minutos de caminata atravesando una gran avenida de alto tráfico para volver a su casa original. Esa hermosa gata, de gran pelaje americano, de una edad respetable de unos 15 años en ese entonces, me inspiraba respeto, pero por, sobre todo, temor.
Era niña, mi papá acostumbraba a hacer ciertos quehaceres de la casa de mis nonnos, como podar las viejas parras del jardín. Yo sin muchas ganas, pero por sobre todo con miedo, lo acompañaba. Algo en esa casa abandonada, intacta, me generaba incomodidad, pero lo que más nerviosa me ponía era Lala. En esa aparente tranquilidad de una casa sola, silenciosa, Lala aparecía de improvisto, saltaba o corría. Viéndolo en retrospectiva debía hacer eso al verme a mí, para jugarme un poco, interactuar con algún ser más vital como yo, una niña.
Una mañana, mientras mi papá podaba las parras, yo paseaba por la casa y llegué al dormitorio principal, hasta que Lala apareció de la nada. Un gran pasillo recorría todos los dormitorios y no atiné a nada más que correr por mi vida, miré para atrás y Lala venía como caballo de carrera, como un león corriendo tras su presa, llegué al comedor. Aterrada, desbordada de adrenalina salté y me subí de un solo salto, como un gato a la mesa del comedor. Mi padre al ver esta desmedida reacción me gritó desde el patio que cómo se me ocurría hacer eso y que ella solo quería jugar. Me sentí mal, pensé que sería mi última interacción con los felinos, pero muy equivocada estaba.
Años después, en mi pre-adolescencia, una tarde cualquiera, un día soleado, estaba con mi hermana en el segundo piso de nuestra casa cuando escucho a mi papá decir desde abajo: “traje un invitado a almorzar” y mi madre le respondía: “pero como no avisas, no tengo nada”, escucho sus pasos subir la escalera y entre los fierros que acompañaban la escalera y nosotras mirando para abajo vemos una pequeña, diminuta cabecita naranja, fue nuestro primer gato: Diogo.
Diogo fue nuestra primera experiencia en muchos aspectos; de ternura desmedida, de responsabilidad y cuidado, de entender, respetar y de amar. Incluso esto era extendido a nuestras amistades que no habían tenido gato, encariñándose con él. Diogo era un gato increíble, grande, robusto, de patas enormes y pesadas, de cola como zorro, naranjo y rojo como el fuego y blanco como nieve. Para mí era lo más cercano a una divinidad, era digno de cualquier pintura. Era cazador, temido por cualquier ser vivo del jardín, de los vecinos, emanaba superioridad. Pero al mismo tiempo, era fiel compañero, siempre estaba ahí. Diogo era superior simplemente, como Chibi, el gato del libro “El gato que venía del cielo” de Takashi Hiraide:
“Para escapar del escrutinio de la abuela, Chibi se refugiaba en nuestra casa. Por mi parte, empecé a comprender la psicología de los enamorados de los gatos. Por mucho que me fijase en los que salían en la tele, por mucho que hojeara calendarios o revistas, no encontraba uno solo que superase a Chibi en finura. No obstante, y a pesar de que la convicción de que se trataba de un gato excepcional se apoderó de nosotros, no nos pertenecía.”
Hacia el final de su vida, aprendimos de él la lección más importante: nos entregó la experiencia de la muerte. Vivimos con él su dolorosa y lenta enfermedad, tenía sida felino. Su último día lo recuerdo con mucha tristeza aun, se aisló al fondo del jardín y se acostó, las moscas rápidamente llegaron y supimos que ya no quedaba mucho tiempo.
Ya en sus últimos meses, en nuestra casa le hacía compañía el Turrón, un gato de colores similares, pero totalmente otra personalidad. El Turrón llegó por casualidad o simplemente porque nos pareció divertido que encontráramos un gato cachorro parecido al Diogo. Llegó en un verano, en la casa de la playa. Luego supimos que tuvo otra casa y que básicamente robamos al gato sin saber que lo habíamos robado, y no solo eso, sino que lo mudamos de la tranquila costa a la capital. Todo iba bien, era un gato que rebosaba salud, quizás en exceso, era bastante gordo (quizás le hacía honor a su nombre) hasta que lo atropellaron en la entrada de nuestra casa en Santiago. Pasar por ese dolor nuevamente nos hizo pensar que sería la última interacción con felinos, de nuevo, estábamos equivocados.
Tiempo después llego un gato totalmente fuera de la paleta de colores anaranjados, este sería blanco y negro: Tuto. Este gato, era por lejos, el gato con más pelaje largo que hemos tenido. Tenía rastas en su vientre, así que mientras dormía sigilosamente yo se las cortaba. Tenía barba, tenía pelo en todas partes, le encantaba dormir, nuevamente el gato hace honor a su nombre. Murió en extrañas circunstancias tras una pelea de gatos o caer del techo, pero fue en la veterinaria que le di la mano y estuve a su lado hasta su último respiro y su cuerpo quedó entumecido. Creo que esta ha sido la muerte que más me ha impactado, vi como su mirada lentamente se apagó y el cuerpo se volvió más cuerpo que nunca, como una casa deshabitada. Creí que no habría más gatos, me equivoqué.
Llegó Eva, nuestra primera hembra. Una reina, una reencarnación de Lala: pelaje americano pelo largo y al mismo tiempo llegó Luna, una delicada gata moteada y la primera gata de mi hermana. Fueron nuestras primeras hembras y mucho menos peleadoras que los gatos. La Eva cuando era pequeña desaparecía de la casa, una vez incluso por días y pegamos letreros en todo el barrio, pero volvía siempre. Me preguntaba a dónde iría porque no llegaba en mal estado, se notaba que había comido y tomado agua. Hasta que nos dio una pista: pequeñas flores violetas estaban pegadas en su pelaje y caminando por el barrio notamos que esas flores estaban en una casa de adultos mayores, por tanto, ahí siempre iba, y por eso el perfume que traía a naftalina.
Luego me fui de la casa y como me iba a vivir sola a un departamento no me llevé a la Eva, entendí que su hábitat era esa casa, ese patio, esos adultos mayores, mis papás y cada rincón de esa casa. Pensé que lo tomaría mal, pero la verdad, es que adoptó muy bien a mis padres.
Pasaron algunos años y mi, en ese entonces novio, se fue a vivir conmigo. Llegó la pandemia y yo necesitaba un tercer individuo que no sean más plantas entre nosotros. Abrí Facebook y busqué gatos en adopción, ahí estaba una pequeña gatita, una tercera reencarnación de Lala, pero de pelaje romano corto. Pepina llegó el 2021, le pusimos así por sus ojos verdes, muchas veces amarillos. Fue la primera gata de mi novio, para mí era la primera vez de mostrar este maravilloso mundo a alguien que no lo conocía, me sentía lo más guía turística que puede haber. Pero bastó un par de meses y luego ya el solo se manejaba por esa jungla como si siempre hubiese pertenecido allí. Pepina es un dulce, tiene leucemia felina, es indoor estricta y es extremadamente sociable. No aguanta estar mucho rato sin nosotros, le gusta acompañarnos, en silencio, ronroneándonos, encima, abajo, al lado, siempre está. Nos habla, nos muestra cosas, nos muestra sus escondites, nos enseña, sin que nos demos cuenta, todos los días algo nuevo.
“Poco a poco, Chibi empezó a formar parte de nuestra rutina diaria, de igual manera que una pequeña corriente de agua brota de un manantial, empapa el suelo y perfila una inclinación imperceptible en el terreno.” El gato que venía del cielo, Takashi Hiraide